Se hizo la legalidad

se hizo la legalidad

He dejado de ser un delincuente. Hasta ayer, caía sobre mi la infamia y la difamación. Las malas lenguas me acusaban de descargar películas de 1935 ilegalmente gracias al sistema de compartición de archivos P2P llamado E-mule. Un sistema que, a groso modo, permitía que las copias de películas cuyo canon había pagado pudiera compartirlas en red con quien quisiera bajárselas, gratuitamente; porque soy un tipo generoso, y había encontrado gracias a ése mismo programa almas gemelas a la mía que también permitían que viera sus películas sin cobrarme un duro. Para estas personas, la mayoría anónimas, nunca tendré suficientes palabras de agradecimiento. Gracias a ellas he conseguido ver obras maestras del cine difíciles de encontrar; en ocasiones películas grabadas de la televisión en el extinto formato VHS, de aquellas sesiones míticas de la madrugada cultural de la televisión, también extintas por desgracia. Todas estas personas generosas estábamos sufriendo una terrible persecución por parte de los garantistas de los derechos del autor, abogados y procuradores contratados por sociedades de autores no eran capaces de entender que a efectos legales, lo único que estábamos haciendo era regalar una copia de nuestros tesoros. Para ellos, la aberración consistía en la cantidad de regalos que éramos capaces de realizar en un minuto, cientos de regalos, en vez de los dos o tres que, hasta la llegada del presente tecnológico, el antiguo cambalache “quedamos a las ocho y te paso unas cintas de caseto” nos ofrecía.

El verdadero problema, como ocurre con todo lo relacionado con la tecnología, es la velocidad y la cantidad. Si yo regalo una copia de disco o un DVD a un amigo, la industria no sufre. En cambio, si yo regalo una copia de un disco o un DVD a quinientas personas, que a la vez y cada una de ellas, vuelve a regalárselo a otras quinientas en una espiral exponencial infinita, la industria se caga viva. Pero el origen data de los principios de la humanidad, y se llama copia. No tratemos al término con tanto desprecio como se suele, pues tanto valor tiene para la humanidad el origen, la creación, como la copia, o sea, su divulgación al resto.

Pero la persecución ha quedado atrás, al menos por el momento. Las personas que continuamos regalando nuestros tesoros, gracias a una sentencia judicial, vamos a poder continuar haciéndolo. Un juez nos ha devuelto nuestra honra puesta en tela de juicio. Volvemos a sentirnos ciudadanos.

Los autores quieren seguir viviendo de la exclusividad de su producto. Pero eso va a ser complicado en la forma utilizada en los últimos sesenta años, dícese: “estudio de cine o grabación sonora-grabación de producto-venta exclusiva en formato exclusivo.” Los autores se aprovecharon de la tecnología cuando llegó el disco y sus copias, y la película y sus copias. A partir de entonces pudieron llegar a millones de hogares y cines de todo el mundo sin moverse de su casa, sin acercarse a un teatro ni a un auditorio. Sólo debían caminar hasta el banco el lunes y recoger sus royaltis.

Hoy la tecnología les ha dado la espalda. Han perdido la exclusividad del formato, y con ella la exclusividad del producto que tantos beneficios les ha dado. La única forma, por el momento, de volver a ganar mucho dinero es recuperando esa exclusividad. Formas hay muchas, pero negar la evidencia no es una de ellas. Nadie tiene una pantalla de diez metros de largo en su casa con un sonido envolvente del cagarse; y nadie puede llevarse a Miguel Bosé a su casa a que le cante en directo o a que le de un mitin comunista. A partir de ahí, ellos decidirán. Pan no les va a faltar a los autores, lamentablemente a la gente que trabajaba para ellos en la industria sí. Es una pena, pero no es un crimen que alguien deba acarrear. Y menos yo.

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