Hace quince años escuché por primera vez, en vivo, a un catalán cagarse en España. Lo hizo delante de mí y otros españoles, en otra comunidad autónoma que no era la suya y, para colmo, buscando nuestra aprobación. Cagarse y mearse sobre la bandera española era tan cotidiano para ella como comerse un yogur. Asombrado ante aquél desprecio tan naturalizado, pregunté a qué se debía aquella falta de respeto. «No, no, perdona»-dijo-.»Esto es Soria, no es España; y tú eres soriano, no español».¡ ¡Acabáramos!
En aquél momento entendí no sólo que los catalanes independentistas tenían las ideas muy claras-aunque erróneas- sino que por aburrimiento habían reorganizado también la identidad de todos los demás. Imaginaban que España era una federación de pueblos oprimidos, y fantaseaban contando cuentos: El ente ignoto llamado España-el ojo de Mordor-había sometido a la tierra media de Castilla, Aragón, La Rioja, Cataluña…bajo su yugo y sus flechas. Todos debíamos luchar por la libertad como estaban haciendo los escoceses: con faldas y a lo loco.
Desde entonces han sumado a estas «derivas cerebrales» muchas otras, y en las últimas semanas otras que no había oído nunca antes: como por ejemplo que «la ley» hay que suprimirla en determinados casos (los que le parezcan al interviniente) porque en ocasiones la ley «no vale». O que hay que impedir «judicializar la política», que sumada a la anterior vendría a decir: «la ley y los jueces deben meterse en sus asuntos, son de Soria. Nosotros vamos de otro palo.»
Ese otro palo «del que van» tendrán que explicárselo a los catalanes cuando sea efectiva su república. ¿Se podrán saltar las leyes y pedir urnas a santo de cualquier improvisación porque el «pueblo» lo reclama?¿Su constitución será flexible y movible, no inmóvil?¿Creen que la extrema izquierda no creará su laboratorio socialista experimental, una vez caído en desgracia el patrón del derecho y la ley como marco jurídico fundamental? Deberían tener mucho cuidado en las formas en las que se accedería a esa independencia.
Pero la independencia ya lo es. De facto, como dicen, a Dios gracias. Los recursos utilizados por el Estado para intervenir el desarrollo del acto ilegal han sido paupérrimos. Si en Cataluña no hubiera habido guardia civil, como le gustaría a Otegui en el País Vasco, Sáez de Santamaría estaría todavía en la frontera de Lleida intentando que la dejaran pasar al baño. Pero no seamos cenizos, porque quizá traiga algo de bueno después de todo la independencia periférica.
Podríamos aprovechar la desconexión para modificar la Constitución a gusto, de verdad, con justicia e inteligencia y sin privilegios ni medievalismos. Podríamos, por fin, obtener una ley electoral que no favorezca el binomio y el regionalismo, a cambio de pluralidad y solidaridad. Podríamos «ser «, sin más, sin tantos complejos. Recuperar ámbitos para el Estado, como educación y sanidad, para que los niños no aprendan los ríos por tramos autonómicos. Podríamos redistribuir la riqueza que nos quede, y dejar sin premio las extorsiones. Y ya de paso, podríamos matar a Franco desenterrando cadáveres, que ya va siendo hora.
Dejaremos atrás nostálgicas historias de antiguas novias que se quedaron al otro lado de una frontera. Jhon Le Carré rescribirá «La espía que surgió de la costa Brava», y Don Quijote se enterará de que el final de su historia ocurrió en otro país, en otro reino, en donde Sansón Puigdemont «El caballero de la blanca luna» lo vencerá en combate por las playas de Barcelona y exigirá su regreso a La Mancha durante un año. En el trayecto de vuelta, Sancho y él pergeñarán dedicarse al pastoreo durante ese tiempo, pero ya será demasiado tarde. Don Quijote enferma y muere, y así acaba la parodia de una novela de caballerías.